El idiota y el rey: apuntes sobre la locura - Gatopardo

2022-04-22 20:33:09 By : Ms. Hana HE

En la historia del arte muchos han coqueteado con las nociones de insensatez y locura. Los autores de piezas concebidas a partir de reflexiones profundas en torno a los límites han sido calificados muchas veces como dementes, genios incomprendidos e innovadores.

Es sencillo rastrear la noción de un vínculo fructífero entre arte y locura en una serie de obras, desde la Melancolía de Dürer o El sueño de la razón produce monstruos de Goya, hasta las escenas descarnadas de delirio en el expresionismo alemán y los paisajes oníricos del surrealismo. Pero, repasando nombres en mi cabeza, hay una serie de obras que nos hacen pensar en el artista como demente y que son precursoras de lo que conocemos como performance; éstas cuentan con la singularidad ventajosa de que, en ellas, el cuerpo del creador es el protagonista.

Durante el invierno de 1962 era posible encontrar en las calles de París a un individuo que, sin apenas mediar palabra, ofrecía al transeúnte una visita al museo contenido en su sombrero. Ese hombre era Robert Filliou y, en efecto, portaba en su cabeza obras de distintos artistas vinculados al movimiento Fluxus, una agrupación de vanguardia cuyas ideas políticas —orientadas hacia una concepción democratizante del arte que se oponía a las dicotomías artista- espectador y arte-vida cotidiana— se tradujeron en intervenciones en las que el trabajo colaborativo, el humor y la creación de circuitos comunicativos eran planteamientos centrales. Baste un ejemplo. Ese mismo año, en Wiesbaden, varios de los miembros de Fluxus habían interpretado la composición “Piano activity”, del estadounidense Philip Corner; el piano que utilizaron terminó destruido, pues las indicaciones de la partitura incluían golpear, arañar o frotar el instrumento con cualquier objeto. La presentación de Piano activities (1962) fue un escándalo. La televisión alemana transmitió en cuatro ocasiones el evento y lo acompañó con el comentario: “die Irren sind los!” (“¡los lunáticos han escapado!”). Fluxus no tardó en convertirse en un referente para el arte de mediados del siglo XX.

Interacciones (2017), Natalia Rodríguez Caballero. Fotos cortesía de la artista.

A principios de los setenta, Chris Burden se hizo de un nombre gracias a “acciones” en las que, por ejemplo, prendía fuego a sus pantalones y luego rodaba hasta apagarlos (Fire roll, 1973); pasó cinco días encerrado en un casillero (Five days locker piece, 1971); e hizo que su asistente le disparara en el brazo izquierdo con un rifle calibre 22 (Shoot, 1972). Otro performance controvertido de ese periodo fue Seedbed (1972), donde el artista italiano Vito Acconci se masturbaba, oculto bajo una rampa construida en la galería neoyorkina Sonnabend, mientras relataba, entre gritos, fantasías sexuales sobre los asistentes. Bas Jan Ander, por su parte, fue filmado en 1970 arrojándose desde una azotea o directo a uno de los canales de Ámsterdam sobre su bicicleta. En 1974 la figura más reconocida de Fluxus, Joseph Beuys, visitó por primera vez Nueva York, donde era prácticamente venerado. Fiel a su reputación hizo de todo el viaje una de las obras más discutidas de la época. Al salir del aeropuerto, un asistente lo cubrió con una manta de fieltro y lo llevaron en una ambulancia a la galería René Block, donde pasó tres días consecutivos aislado en una de las salas. Durante ese tiempo su única compañía fue un coyote, con el que compartió el espacio durante ocho horas al día. Al terminar, lo llevaron de regreso al aeropuerto siguiendo el mismo ritual. La pieza se tituló I like America, and America likes me.

Quizás sea baladí insistir: por mucho que estas obras coqueteen con la insensatez, todas ellas responden a contextos específicos y fueron concebidas tras meticulosas cavilaciones; sólo si se las despoja de sus marcos referenciales podemos tacharlas de acciones descabelladas. De hecho, no son otra cosa que gestos de autoafirmación de los artistas, que despliegan a través de ellos un poder singular que permite —e inspira— la búsqueda obsesiva de los límites. Cada vez que una de estas obras despierta conmoción entre el público, se esgrime el argumento de que el arte sólo debe responder a sus propios códigos (desde la filosofía, a esto se le llama “autonomía del arte”). Estemos de acuerdo o no, este razonamiento conserva su vigencia: ponerlo en duda daría al traste con una serie de valores ilustrados que se le adjudican a las artes. La libertad de expresión es quizás el más preciado de ellos.

Interacciones (2017), Natalia Rodríguez Caballero. Fotos cortesía de la artista.

Una peculiar consecuencia de la autonomía de las expresiones artísticas es la alienación —práctica o simbólica— del campo artístico con respecto a las convenciones que solemos asociar con la cordura. “No por casualidad nuestra cultura supone que el artista está loco”, dice el filósofo Boris Groys en su ensayo Las políticas de la instalación (2008). “Hay poder en la exclusión y, especialmente, en la autoexclusión. El que está excluido puede ser poderoso justamente porque no es controlado por la sociedad; tampoco queda limitado en sus acciones soberanas por alguna discusión pública o por alguna necesidad de autojustificación pública”.¹ Groys también ha trabajado con los excesos argumentales que propicia dicho poder. El libro que lo catapultó como filósofo de circulación global fue Obra de arte total Stalin (1988), donde defiende la idea de que la realización más plena de la obra de arte total, que propuso Wagner, tuvo lugar en la Unión Soviética bajo el yugo de Stalin.

A pesar de que esta comparación suene disparatada en sí misma, no es gratuita. Desde los albores de la modernidad se ha buscado en el artista un modelo político. Schiller defendió en sus Cartas sobre la educación estética del hombre que el arte es la mejor herramienta para formar sujetos ilustrados más humanos. El socialista utópico Claude Henri de Rouvroy, conde de Saint-Simon, sostuvo que los artistas debían jugar un papel en la dirección política de la sociedad moderna pues su creatividad fomentaría el progreso tecnológico. Finamente, el constructivismo ruso luchó activamente para que los artistas de la vanguardia tuvieran un rol importante en la producción industrial de una joven Unión Soviética, bajo el argumento de que sólo el trabajo artístico, libre de la alienación que caracteriza al trabajo asalariado, podría gestar al nuevo hombre del comunismo. Hoy en día se adjudican cualidades que antes solían asociarse únicamente al artista a las figuras de poder predilectas del capitalismo avanzado, por ejemplo, Elon Musk y Jeff Bezos, a quienes describen con frecuencia como arriesgados, creativos e innovadores.

Nunca se siente mayor cólera que cuando una mujerzuela se enfurece (2021), Natalia Rodríguez Caballero.

El 19 de julio de 1978 el pintor Enrique Guzmán descolgó y arrastró la obra ganadora del primer Salón de Pintura, Serie 2, Negro no. 4, de Beatriz Zamora, momentos después de que se diera a conocer el fallo. Si bien la intervención de los asistentes impidió que Guzmán concretara su intención final —arrojar el cuadro por las escaleras—, los testimonios de quienes aseguraron haber estado esa noche ahí, en el Palacio de Bellas Artes, hicieron de este acto un mito vernáculo: hasta hace unos años se contaba en los pasillos de la Academia de San Carlos que Guzmán había llegado a bailar el jarabe tapatío sobre el lienzo monocromático de Zamora. Por fortuna, la obra ganadora resultó ilesa, pero debido al escándalo y la posterior polarización en torno al tema, Zamora se autoexilió a Nueva York. Aún está pendiente una elaboración respecto a la misoginia contenida en el ataque.

Los meses posteriores al incidente cuestionaron a Guzmán sobre sus motivaciones. Él buscó justificarlo como una expresión de desacuerdo ante la premiación de una obra que, a sus ojos, intentaba mostrarse innovadora pero replicaba recursos ya añejos para la época. Revaloraciones posteriores, como la del crítico Olivier Debroise, han querido emparentar el acto con las prácticas neovanguardistas ya citadas. Sin embargo, es difícil no encontrar detrás del incidente una fuerte motivación personal. Entre sus cercanos, Guzmán dijo que había sido por diversión. Por si fuera poco, él mismo había participado en el certamen con una pintura que tenía, como título, El ganador. Hacia finales de los setenta, Guzmán era, sin duda, una de las mayores promesas del arte mexicano. A lo largo de su joven carrera, su obra había recibido una pléyade de elogios por parte de la crítica y las instituciones. Raquel Tibol, Teresa del Conde y Carlos Monsiváis pueden contarse entre quienes celebraron sus desconcertantes y seductoras pinturas. Con estos antecedentes, la inesperada contrariedad de no recibir el premio en Bellas Artes no fue bien recibida por el joven de veinticinco años. Querer destruir a quien lo había destronado —o a su obra— me hace pensar, más que en acciones neodadaístas, en un caprichoso y frustrado reenactment de un cuadro de Jean-Louis David, La coronación de Napoleón (1806).

Nunca se siente mayor cólera que cuando una mujerzuela se enfurece (2021), Natalia Rodríguez Caballero.

Nunca se siente mayor cólera que cuando una mujerzuela se enfurece (2021), Natalia Rodríguez Caballero.

Luego de esa rabieta, tanto su carrera como su salud mental entraron en notable deterioro. La que había sido una prolífica producción menguó considerablemente y, al año siguiente, el artista abandonó la Ciudad de México. Dio clases durante una fugaz temporada en San Luis Potosí, para luego volver al cuidado familiar en Aguascalientes. En 1983 irrumpió en la Casa de la Cultura de esa ciudad para destruir su cuadro Conocida señorita del club La Llegada de la Felicidad retratándose con sombrilla (1972), que se encontraba en exhibición. Esta autoflagelación simbólica se volvió una costumbre descorazonadora; sobran los testimonios de la frecuencia con la que prendía fuego a su trabajo. Entre las piezas que conocieron este profético destino se cuenta El ganador, que se considera perdida hoy en día. Aunque tuvo algunas muestras individuales y colectivas, su evasiva personalidad no le permitió recuperar el ritmo de la década anterior. Finalmente, Guzmán decidió acabar con su vida en 1986.

No se me escapa que, hasta ahora, el recorrido aquí dibujado lo protagonizan hombres. No es menor la observación: la masculinidad hegemónica es parte de los excesos que propician la soberanía adjudicada al arte y a sus creadores, como sucede prácticamente en todos los ámbitos de la vida pública moderna en una sociedad patriarcal. Por ello, me gustaría concluir con una aproximación al trabajo de una joven artista activa en la Ciudad de México. Ella es Natalia Rodríguez Caballero (1990), artista regiomontana, cuya producción explora la tenue división entre el cuidado de la salud mental y la farmacodependencia. Su interés por estos problemas es producto de una experiencia personal, el periodo que pasó internada en una institución psiquiátrica, que la llevó a cuestionarse los métodos de esta rama de la medicina. Para su más reciente proyecto decidió encarnar el desorden del amor obsesivo, un trastorno que, a pesar de que no ha sido incluido en la quinta edición del Manual de diagnóstico y estadística de la salud mental de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría (conocido generalmente como DSM, por sus siglas en inglés), varios terapeutas y psiquiatras toman por hecho y lo diagnostican acompañando desórdenes como el trastorno límite de la personalidad, trastorno obsesivo-compulsivo y psicosis paranoica. La artista acechó a un hombre que conoció en una aplicación de citas, logró el acercamiento y cultivó una amistad; visitó frecuentemente su departamento, ganó su confianza al punto de que cuidó su hogar por una semana, mientras él pasaba unos días fuera de la ciudad. En cada visita, Rodríguez Caballero recolectó diversos objetos —un reloj, una carta de tarot, ropa, utensilios cotidianos— con los que finalmente construyó el entorno clínico que representó en su instalación Nunca se siente mayor cólera que cuando una mujerzuela se enfurece (2021).

Nunca se siente mayor cólera que cuando una mujerzuela se enfurece (2021), Natalia Rodríguez Caballero.

Nunca se siente mayor cólera que cuando una mujerzuela se enfurece (2021), Natalia Rodríguez Caballero.

No sólo resulta difícil, sino también ocioso, querer discernir entre el proyecto artístico y la inclinación de la artista al comportamiento obsesivo. Preocuparse por ello sería replicar el enfoque que muchas veces tiene la psiquiatría hacia trastornos de la personalidad y que son, precisamente, los que la artista buscar visibilizar. Esto es, la individualización de problemas sistémicos y la exacerbada preocupación por acallar síntomas. Tomemos el ejemplo del desorden del amor obsesivo, en el que se diagnostican y tratan trastornos individuales sin cuestionar paradigmas culturales como el amor romántico, la monogamia y el modelo de familia nuclear como forma exclusiva de vida digna.

Encuentro en el trabajo de Rodríguez Caballero un buen ejemplo de cómo la soberanía del artista puede resultar provechosa. Quizás no para cambiar las cosas, pero sí para señalar las contradicciones detrás de la normalidad o la cordura. Probablemente fuera del ámbito artístico las acciones de la artista caerían en el terreno de la ilegalidad. De igual manera, en su proyecto Receta falsa (2018), se propuso medir el tiempo que podría tomarle obtener una caja de clonazepam con una prescripción apócrifa. Para su sorpresa, la primera farmacia que visitó aceptó la receta, dejando claras las contradicciones de una sociedad que pone a disposición de sus miembros una abundante cantidad de fármacos pero que, cuando hay farmacodependencia, se muestra dispuesta a juzgarlos y desacreditarlos.

En tiempos en los que la soberanía absoluta recaía en la figura del “rey”, la crítica a su ejercicio del poder sólo podía expresarse bajo el disfraz de la locura en los actos del bufón, el “idiota” de la corte. De hecho, era frecuente que éste personificara, en una caricatura, al rey. Y yo pienso que, probablemente, es en replicar este gesto donde resida el potencial político del arte de nuestros días.

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