Razones para el Apruebo. Dos análisis de la propuesta de nueva Constitución chilena — CELAG

2022-09-09 18:38:10 By : Mr. Eric zhang

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El 4 de septiembre Chile elegirá si aprueba o rechaza el nuevo texto constitucional. Aportamos dos análisis especiales sobre el peso histórico de esta fecha y su resultado.

Por: Joaquín Urías

La Constitución vigente en Chile se aprobó en 1980 durante la dictadura militar de Augusto Pinochet, que la aplicó y ejerció como presidente durante los primeros años de su vigencia. Ciertamente, el texto ha sido reformado sucesivamente en casi sesenta ocasiones. Al final de la dictadura, en 1989, se mejoró levemente el reconocimiento de los derechos fundamentales. En 2005 se eliminó por fin la firma del dictador y se actualizó el texto incluyendo cuestiones tan básicas como el debido proceso o la libertad de expresión. Se trata, pues, de un documento de origen poco democrático que se ha ido enmendando para adaptarlo a las necesidades de una sociedad plenamente democrática. Sin embargo, en la Carta Magna en vigor falta el principio democrático como origen. No es el producto de un pacto social por lo que la perspectiva autoritaria aún late en algunos de sus preceptos. Muchas instituciones no han podido reformarse por las mayorías cualificadas exigidas para ello y la fuerte presencia de instituciones como la familia le proporcionan un definitivo sesgo conservador.

La Constitución es la norma esencial de toda comunidad política democrática. Por una parte, establece las reglas del juego, regulando un marco inalterable dentro del que deben desarrollar sus actividades e iniciativas las fuerzas políticas y sociales. Por otra parte, establece el modelo ideal de sociedad: los objetivos que se buscan y los valores en que se han de sustentar. Por eso, la decisión del pueblo chileno, expresada en el plebiscito de octubre de 2020, de redactar una nueva Constitución, supone necesariamente abrir del debate sobre el modelo de sociedad que debe inspirar a Chile. Se trata de un debate difícil, en el que sólo se puede avanzar a base de grandes consensos pero que, inevitablemente, ha de terminar con un texto en el que nadie vea satisfecha todas sus pretensiones.

Sin una amenaza inminente, como sucede en los países que están saliendo de una crisis o en un cambio de régimen, es difícil concitar apoyo masivo sobre ningún texto definitivo porque en esas situaciones el voto de rechazo puede fácilmente aunar posiciones poco constructivas de todos los sectores del espectro político.

Pese a estos riesgos, el texto constitucional que se somete a votación el próximo 4 de septiembre es una Constitución completamente homologable a las más avanzadas Constituciones democráticas del mundo. Su aprobación supondría un avance enorme en la definitiva democratización de Chile, dando paso a un régimen en el que caben todas las tendencias políticas y en el que todos los ciudadanos y colectivos chilenos pueden desarrollar libremente sus ideas y aspiraciones. Acaba con la excepción chilena y elimina los residuos de autoritarismo de su ordenamiento constitucional.

Supone, además, un avance significativo respecto a la Constitución vigente tanto en materia de garantías de los derechos fundamentales, como de participación democrática y de control de los gobernantes. Por otro lado, no diseña un único modelo posible de sociedad ni excluye la posibilidad de políticas de todo signo, si así lo decide en el futuro el pueblo chileno mediante elecciones.

La campaña de desinformación creada a su alrededor está difundiendo una serie de falsedades que no concuerdan en absoluto con la realidad del texto. La mayoría de estas falsedades están construidas a partir de una frase de la Constitución que desvirtualizada y analizada por quien nada sabe de derecho constitucional se interpreta en sentido erróneo. Un buen ejemplo es la noticia (falsa) de que la nueva Constitución permite acabar con la propiedad privada. Los términos en los que aparece redactado el derecho a la propiedad no cambian respecto a la actual. El artículo relativo a la expropiación dice “ninguna persona puede ser privada de su propiedad, sino en virtud de una ley que autorice la expropiación por causa de utilidad pública o interés general declarado por el legislador”. Esa redacción, que algunos califican de comunista, está calcada casi palabra por palabra de la Constitución española de 1978. Nadie diría que España en los últimos 40 años ha funcionado como un país comunista, pero los mecanismos de la desinformación funcionan así. Igual sucede con los que mienten descaradamente diciendo que la ley impone el aborto libre (en realidad no habla para nada de plazos) o que la referencia a un Estado plurinacional supone que Chile se divida en varios países, cuando en realidad el sistema de autogobierno que establece para algunas comunidades es mucho menos intenso que el que rige, por ejemplo, en las regiones de Alemania.

Esta campaña feroz y descarada contra el nuevo texto que se propone solo viene a demostrar que no es la Constitución de ningún bando político. También desde la izquierda se acusa al texto de ser insuficiente o de no concretar suficientemente medidas anunciadas que se quedan en mera retórica y se lo acusa de timorato. Parte del problema se deriva del deseo de todos los sectores en una sociedad polarizada de que se apruebe “su” Constitución, olvidando que debe ser un texto lo suficientemente abierto como para que todos y cada uno de los chilenos, piensen como piensen, puedan desarrollarse cómodamente bajo su cobijo.

Si técnicamente la propuesta de Constitución es perfectamente homologable con las democracias, el modo en que se presenta públicamente no consigue dar esa impresión. Ahí, tanto los redactores de la convención como el Gobierno de Boric han cometido un grave error, presentando el texto como un invento mucho más radical y menos cualificado de lo que realmente es.

Con demasiada frecuencia la izquierda actual tiende a pensar que las batallas sociales son una mera cuestión terminológica. No son pocos los que creen que los cambios esenciales que requiere la sociedad se limitan a llamar a las cosas de otra forma. Seguramente la Constitución peca de caer a veces en una retórica izquierdista que, aunque no tiene ningún efecto jurídico, consigue provocar rechazo en las capas más conservadoras de la sociedad. No se entiende ese empeño en asustar al contrario que, sin embargo, no se traduce en medidas concretas. El resultado es que, aunque sea un texto jurídicamente bastante neutral, muchas personas pueden percibirlo como un intento radical de imponer una única ideología.

Tampoco ayuda el Gobierno del presidente Boric anunciando que en cuanto se apruebe el texto se reformará para mejorar algunas de estas disfunciones esencialmente retóricas. La Constitución se aprueba como un texto con vocación de permanencia y en el que cabe cómodamente cualquier idea política que respete los derechos humanos. Anunciar que se va a reformar es la mejor manera de quitarle relevancia y dañar el prestigio que justificaría su aprobación masiva.

Como se ha dicho, no es fácil aprobar una nueva Constitución en una sociedad polarizada sin una amenaza externa que obligue a uno y otro bando a transigir y aceptar una norma abierta, que no satisfaga absolutamente los intereses de ninguno, para que sirva a todos. La Constitución no es el programa político de ningún sector, sino el marco común de todos.

Pese a sus defectos cosméticos, este texto puede serlo. Es un texto democrático, abierto y plural idóneo para todos los chilenos, sea cual sea su forma de pensar, se desarrollen como personas y como colectivo. Ojalá sepan verlo y no desaprovechen esta magnífica oportunidad.

A estas alturas no es tarea sencilla hacer un panegírico de un texto normativo, cualquiera sea su clase. Sin duda no lo es cuando se trata de un texto constitucional y más si este texto se halla aún en fase de aprobación, esto es, en la etapa de las pretensiones constituyentes, como es el caso que nos ocupa. El principal motivo se halla en la desmedida capacidad de los ‘factores reales de poder’, por referirnos a la clásica conferencia de Lassalle, de minimizar el alcance de cualquier pretensión reguladora que no se limite a acompasar sus cadencias.

Hay quien ha utilizado el término de ‘cansancio constitucional’ (el profesor Carlos de Cabo) para denunciar el agotamiento resultado de proporcionar las mismas respuestas construidas siempre con el mismo instrumental técnico-mecánico. Y aunque tal reflexión se refiera más bien al constitucionalismo liberal (también el propio de su barniz social) europeo, bien podríamos señalar que dicho cansancio se deja sentir, de manera prematura, en el contexto de algunas de las expresiones del llamado nuevo constitucionalismo latinoamericano.

Aun así, o precisamente por ello, hay suficientes razones por las cuales se hace imprescindible defender el Apruebo del texto constitucional elaborado por la Convención Constitucional chilena, cuya aprobación será sometida a consulta popular el próximo 4 de septiembre. El punto de partida, más allá del contenido en detalle, se encuentra en su robustez ética y su confianza en el pueblo, y en los pueblos, en comparación con la Constitución vigente, esto es, aquella que fue conjugada con verbos surgidos del autoritarismo y la represión. No se trata por tanto de medir ambos textos pues resultan tan inconmensurables como lo son los procesos, los intereses y las dignidades que convocan. Tampoco parece que sea necesario ahora ─para ello siempre queda tiempo─ medir la propuesta de la Convención en términos de lo que pudo ser y no fue. Quizás bastaría, simplemente, con señalar que más allá de lo mucho o poco que una nueva Constitución pueda aportar, el texto de la Convención cuando menos dibuja un terreno más propicio para el debate y para los procesos sociales de disputa democrática.

Más directamente, podríamos zanjar la cuestión poniendo el acento en la necesidad de corresponder de algún modo a los sacrificios individuales y colectivos que han hecho posible abrir un horizonte de cambio en Chile, esto es, a la capacidad de movilización estudiantil, feminista, de trabajadoras y trabajadores, de pueblos originarios, de jóvenes y de menos jóvenes. Pero cerrar así la defensa del texto que se someterá a referendo popular implicaría desatender una tarea que, asumida colectivamente y desde distintas perspectivas, voces y experiencias, resulta fundamental. En efecto, defender hoy sus contenidos, resaltar su compromiso político y su capacidad técnica, no solamente busca poner en valor los resultados del proceso democrático y democratizador de la Convención, sino que es condición imprescindible para que, una vez el texto sea aprobado, inicie su andadura jurídica, reguladora de los comportamientos públicos y privados, como parte de un imaginario colectivo, como patrimonio propio del sujeto de la soberanía, del pueblo chileno en su conjunto y de los distintos pueblos que lo conforman.

Pues bien, y sin obviar posibles carencias, contradicciones o debilidades, el texto aprobado por la Convención es tremendamente válido y valioso, por cuanto sitúa los anclajes jurídico-políticos de distintas ciudadanías, de distintas materializaciones de las condiciones de participación en sociedad. Tales ciudadanías son diversas por cuanto diversas son las amenazas y sus impactos en las posibilidades de ser parte y de participar en condiciones de igualdad. Son, a su vez, reflejo de distintos horizontes de justicia que el texto de la Convención identifica con claridad. Nos referimos a la configuración jurídica de una justicia múltiple, interseccional, que interrelaciona, al menos: a) la justicia social ─frente a la desigualdad en la distribución de recursos y oportunidades─; b) la justicia cultural ─frente a la desigual y excluyente significación de las identidades culturales y la secular marginalización y criminalización de los proyectos de vida comunitarios defendidos por los pueblos originarios─; c) las justicias ecológica y climática que, a su vez, alumbran una justicia intergeneracional ─frente a la desigual responsabilidad y el desigual impacto que arrastra el agotamiento de los ciclos vitales de la naturaleza─; d) la justicia feminista, antipatriarcal ─frente al machismo en sus múltiples expresiones y contextos culturales─.

El texto de la Convención configura tales ciudadanías a través de los dos mecanismos que una Constitución puede y debe conjugar: el reconocimiento de derechos, individuales y colectivos; la conformación de una organización para el ejercicio de los poderes (sujetos, procedimientos y atribuciones) que permitan ─en realidad, que obliguen─ a la realización efectiva de tales derechos. Se trata, en la distinción ofrecida por el profesor Bartolomé Clavero, de la necesidad de aunar el constitucionalismo de los derechos con el constitucionalismo de los poderes, a menudo disociados.

En efecto, un rápido repaso de los artículos aprobados nos ofrece una decidida apuesta por la ampliación de los derechos y, con ellos, de los sujetos, es decir, de las ciudadanías (social, cultural, feminista, ecológica). Cabe apuntar que al referirnos a la justicia antipatriarcal estamos realizando una metonimia, esto es, tomamos la parte por el todo. Las luchas feministas han demostrado una capacidad de cuestionamiento del orden socioeconómico y una agudeza en las propuestas de transformación que, de un modo u otro, permiten incluir en ellas el rechazo a otros factores de desigualdad o exclusión que la lógica centrifugadora de la normalidad patriarcal (diversidades funcionales, infancia y adolescencia, personas mayores, diversidades y disidencias sexogenéricas, etc.). Ello, como a continuación veremos, ha sido recogido ─aunque de manera parcial─ en el texto de la Convención.

Empezando con el eje de los derechos sociales, aquellos llamados a procurar mínimos existenciales y condiciones paritarias de participación social (agua, alimentación, vivienda, educación, salud, seguridad social, derechos laborales), vemos que el texto los desarrolla con garantía de contenidos concretos y con la incorporación de derechos como el derecho al cuidado y el derecho a la ciudad; por su parte, los derechos que dan forma a la justicia cultural recogen algunos de los principales compromisos internacionales ─ya asumidos por Chile─ mediante un listado de derechos colectivos basados en la libre determinación de los pueblos originarios y sus derechos territoriales (tierras, territorios y recursos), a la propia lengua, espiritualidad, conocimiento propio, sistemas propios de salud, etc. Todos ellos, en el marco del derecho a la autonomía política; por su parte, la justicia ecológica y climática se articula a través del reconocimiento de la naturaleza como sujeto de derechos, en la línea de la normativa y jurisprudencia de distintos países que han asumido el compromiso de construir un verdadero constitucionalismo ecológico. Más allá, como novedad, el texto de la Convención apunta elementos para la construcción de un constitucionalismo de la crisis climática; en tanto que justicia feminista, se configura un derecho a una vida libre de violencia de género, un amplio listado de derechos sexuales y reproductivos, el derecho a la igualdad sustantiva de género, el derecho a los cuidados ─y, por tanto, la obligación de dignificar las labores de cuidado─.

Por lo que respecta al constitucionalismo de los poderes, a grandes rasgos, vemos que el texto aprobado por la Convención trata de salvar la disociación entre expectativas y medios, entre horizonte y camino. Así, relaciona la constitucionalización de los derechos sociales con una concreción de mandatos explícitos a los poderes públicos que deben dar forma a políticas concretas.

Respecto de los derechos colectivos de los pueblos y naciones indígenas, los poderes y su ejercicio se conforman a través de la garantía de las autonomías territoriales indígenas, con autonomía política, administrativa y financiera, como pieza esencial de la construcción de un Estado regional. Igualmente, se determina una reserva de escaños en los órganos de representación local, regional y estatal, incluyendo al pueblo afrodescendiente. Por otra parte, se constitucionaliza el pluralismo jurídico a través del reconocimiento de distintos sistemas de justicia entendidos como expresión de la función jurisdiccional en tanto que función pública, sea a través de los tribunales de justicia o de las autoridades propias de los pueblos indígenas, cuyo encargo es por igual velar por la protección de los derechos humanos y de la naturaleza, el sistema democrático y el principio de juridicidad.

La justicia ecológica y climática supera el ámbito intencional o programático para determinar cambios en la estructura orgánica del poder, conformando la Defensoría de la Naturaleza, permitiendo la creación de territorios especiales por criterios ambientales o climáticos o dando forma a un sistema de Justicia Ambiental a través de tribunales ambientales que podrán conocer de demandas incluso antes del agotamiento del procedimiento administrativo.

Por su parte, la justicia feminista se traslada a la organización del poder a través de la garantía de la paridad en la conformación de los distintos órganos constitucionales (Asambleas Parlamentarias, Sistema Nacional de Justicia, incluido el Consejo de Justicia, Contraloría General, etc.).

En definitiva, en el texto aprobado por la Convención laten un conjunto de ciudadanías intensas, de justicias en construcción, de horizontes de transformación que, como tales, no son elementos dados por el texto sino orientaciones de sentido dotadas de herramientas de realización. Merece la pena intentarlo. Merece la pena el Apruebo.

Doctor en Derecho, profesto titular de Derecho Constitucional en la Universidad de Sevilla y exletrado del Tribunal Constitucional.

Doctor en Derecho Público y profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Girona, donde dirige la Cátedra UNESCO de Desarrollo Humano Sostenible.

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